El pasado día 23 de abril, para celebrar el Día del Libro, los alumnos de E.S.O., como ya avisamos en una entrada anterior, recitaron los poemas que escribieron para las fiestas del cole y que se expusieron en La Nave. A continuación, el grupo de alumnos de 4ºB E.S.O. representó la obra Fablilla del secreto bien guardado, del dramaturgo español Alejandro Casona (1903-1965), obra que se adaptó para la ocasión para que pudiesen actuar en ella los catorce alumnos que querían y que tuvieron el privilegio de convertirse en actores y, en consecuencia, en personajes dramáticos, en seres de ficción, en entelequias teatrales, que solo fueron tales durante el tiempo que habitaron el escenario.
Los beneficios del teatro
Hacer teatro aporta una serie de beneficios que ayudan al desarrollo personal y social del ser humano, pues, entre otras cosas, desarrolla las habilidades psicomotrices, contribuye a desarrollar la memoria, ayuda a vencer la timidez y, por tanto, facilita hablar en público, puesto que, además, se perfecciona la dicción y la vocalización; asimismo, refuerza la autoestima de la persona y mejora las relaciones sociales y, por supuesto, divierte y entretiene (link).
Los ensayos
A lo largo de tres meses, hemos dedicado varias horas a ensayar la obra de teatro. Al principio en el aula, en seguida sobre el escenario, a lo largo de los ensayos hemos ido comprobando cómo la obra tomaba forma, cómo los diálogos fluían, cómo los movimientos, los gestos, las entonaciones y modulaciones de la voz se iban adecuando cada vez más a lo que queríamos representar.
Durante estos ensayos, además, se fue retocando el texto adaptado y se fueron incorporando nuevas modificaciones, incluidas muchas de las aportaciones que hacían los propios alumnos, tanto al texto como a la representación, lo cual ha supuesto todo un proceso de aprendizaje y enriquecimiento, tanto para los alumnos como para el profesor.
El estreno
Con los correspondientes nervios estrenados para la ocasión, los alumnos subieron al escenario debidamente vestidos, ya metidos en sus respectivos personajes, y representaron la obra con una actuación magnífica. El público estuvo pendiente de la trama, deseando ver cómo terminaba el enredo del protagonista que, para garantizar su secreto, le toma el pelo a su mujer.
El texto
Y, por si le puede ser de utilidad a alguien, aquí dejo el texto que adaptamos, con catorce personajes y algún anacronismo introducido ex profeso.
José Eduardo Morales.
Profesor de Lengua y Literatura
FABLILLA DEL SECRETO BIEN GUARDADO
Alejandro Casona
[adaptación]
Dramatis personae Juan (marido) Decorado: Mesa y sillas para el bar. Un fondo de cocina o interior de casa pobre. |
ESCENA I
(Bar de pueblo. Sentados en una mesa, Paco y Carmen, Luis y Rosa, Antonio y María, Ginés y Sandra. En pie, Rogelio, dueño del bar. Es casi mediodía. Están de tertulia.)
Francisco.- Y allí estuvimos ayer, todo el día en el restaurante comiendo cigalas, gambas, pulpo y sepia, nos gastamos una fortuna…
Carmen.- Sí, cariño, lo pasamos genial, pero teníais que haber visto a Rosa comiendo cigalas…
Rosa.- Calla, mujer, calla, que yo nunca había visto un animal tan… cefapógolo.
Luis.- “Cefalópodo” querrás decir, mujer. La verdad es que nos gastamos un dineral, pero no importa, nuestras tierras rentan bien y ganamos bastante.
Antonio.- Yo ahora estoy embarcado en un negocio con el alcalde, va a recalificar mis tierras y cuando las venda me voy a forrar, ya veréis.
María.- Ay, Antonio, de verdad, ¿por qué eres tan bocazas? Eso deberías haberlo guardado en secreto porque…
Antonio.- Calla, mujer, estamos entre amigos, hay confianza y…
Ginés.- Y ya sabemos todos todo lo que ocurre en el pueblo, yo ya sabía lo de la recalificación de esas tierras, porque Inés el otro día, mientras limpiaba mi casa, me comentó que el farmacéutico le había dicho que el sobrino del alcalde le insinuó que iban a recalificar tus tierras, Antonio…
Rogelio.- ¿He oído algo del alcalde? Vaya un sinvergüenza… ¿Sabéis que se lleva un 10% del dinero que te den por tus tierras? Desde luego, cuánta corrupción en la política.
Jesús.- (Sale con una bandeja con bebidas.) Aquí tienen los señores sus bebidas. (Las pone en la mesa.) Con ese 10% me jubilaba yo, si se me permite el comentario…
Rogelio.- Claro, hijo, tú comenta lo que quieras, pero vete rápido a preparar unos solomillos al roquefort, que los señores van a comer aquí, porque está el barrio que parece una pesadilla.
(Sale Alicia.)
Alicia.- (A gritos.) ¡Rogelio, entra rápido que te llama tu abogado! Ya me dijo Inés que hoy te iba a llamar para hablarte de los impuestos del negocio.
Sandra.- ¡Ay! ¡Qué mujer esta Inés! No hay secreto que pueda guardar. ¿Sabéis lo que me contó el otro día?
Rosa y Carmen.- ¡¿Qué te contó?!
Sandra.- (En voz baja.) Psss psss pss pssss psss.
Rosa, María y Carmen.- ¡Madre del amor hermoso! (Se santiguan.) ¡Qué mujer más bocazas!
Francisco.- Pues será una bocazas, pero gracias a ella me enteré de que la justicia me iba a investigar y pude amañar las cuentas de la empresa a tiempo, y me salí de rositas…
María.- Y no eres el único, aunque en este pueblo hay más de un marido infiel y todos lo sabemos gracias a Inés…, y no miro a nadie… (Mira de reojo a Paco.)
(Pasa Juan por delante, con prisa y ocultando algo bajo su camiseta.)
Luis.- ¡Eh, Juan, vecino! ¿Qué tal la mañana? ¿Mucho trabajo en el campo?
Juan.- Pues ya sabe, vecino, trabajo siempre hay…
Antonio.- Siéntate con nosotros, hombre, te invitamos a un chato de vino.
Juan.- Lo siento, señor Antonio, pero tengo mucha prisa por llegar a mi casa, no me encuentro bien…
Antonio.- Bueno, pues cuando quieras aquí estamos…
Sandra.- Pobre Juan… Siendo Inés su mujer, lo sabemos absolutamente todo sobre su vida…
María y Rosa.- ¡Pero toooodoooo, toooodoooo!
Rogelio.- Está empezando a chispear, si quieren los señores cojan sus sillas y servimos la comida dentro. (A Jesús, que está al fondo con el móvil.) ¡Jesús, déjate el whatsapp y ayuda a las señoras con las sillas!
(Hacen mustis todos los personajes.)
ESCENA II
(Casa de aldea. Se oye el reloj de la iglesia dando las doce. Juan, pálido y nervioso, aparece en la puerta: mira hacia atrás como temiendo que alguien le siga.)
Juan.- ¡Inés!… ¡Inés!… ¡Inés!… (Tranquilizado al sentirse solo, deja el envoltorio y corre a cerrar puerta y ventana. Después busca un lugar donde esconderlo. Lo hace primero en el arcón: no le parece seguro; vuelve a sacarlo y lo mete en el horno. Duda, lo saca nuevamente, mira en todas direcciones buscando otro escondite, llaman a la puerta. Juan, sobresaltado, corre a esconder su tesoro entre los sacos mientras responde. Las lentas campanadas de la iglesia han llenado la larga pausa, llaman de nuevo más fuerte.) ¡Voy…!
Voz de Diego.- ¡Ah de la casa!
Juan.- ¡Voy…, voy…!
(Abre. Entra Diego, viejo campesino. Colgados a un hombro la escopeta y el zurrón de caza: al otro, una red.)
Diego.- ¡Novedad grande es esta! ¿Desde cuándo se cierra con llave la casa de un pobre?
JUAN.- Habrá sido Inés al salir.
Diego.- ¡Por todos los santos, eso habría que verlo! ¿Tu mujer sale y deja la casa cerrada por dentro?
Juan.- Pues se habrá corrido la llave.
Diego.- ¿Ella sola? ¿Y con dos vueltas?
Juan.- Pues habré sido yo sin pensar.
Diego.- ¿Por qué? ¿Has cometido algún crimen? Porque miedo a ladrones no será.
Juan.- (Impaciente.) ¡Basta, padre! ¡Yo qué sé si cerré o no cerré con llave la puerta! Y quede aquí la cosa. (Huye la mirada.) ¿Vienes de caza o de pesca?
Diego.- Todo junto. Cuando yo tenía tu edad y salía con la escopeta, saltaba la trucha; cuando salía con la red, saltaba la liebre. Ahora ya soy perro viejo y siempre voy con las dos cosas para acertar.
Juan.- ¿Y cayó algo?
Diego.- Algo. En el campo cayó esta liebre, que está pidiendo a gritos un arroz, y en el río atrapé esta trucha, que dará su buen escabeche. Con un buen pan y un litro de caldo por barba, mañana será otro día. (Mostrando su liebre.) ¿Qué me dices de este ejemplar? Ni la sobrina del cura es más rolliza.
Juan.- (Ajeno.) No está mal.
Diego.- Andas escaso de palabras. Y de color. ¿Es que no te sientes bien?
Juan.- No es nada…., el calor. ¿Otro vaso?
Diego.- ¿Por qué dices otro si es el primero?
Juan.- Creí. (Sirve. La botella tintinea en el vaso.) ¿Qué mira tan fijo?
Diego.- Tu pulso.
Juan.- ¿No está firme?
Diego.- Si fueras sacristán lo tendrías bien para hacer repicar las campanas. (Bebe, dejando caer las palabras mientras lo observa.) ¿No habías ido a la viña?
Juan.- Fui.
Diego.- Pronto volviste.
Juan.- No hacía falta más.
Diego.- (Entrando de lleno al tono confidencial.) ¿Y cuándo ocurrió la cosa, al ir o al volver?
Juan.- Muy preguntón está hoy, padre.
Diego.- Y tú muy poco contestador.
Juan.- Será que tengo la cabeza en otra parte.
Diego.- Será. (Beben en silencio. Juan se sienta pensativo. El padre le da una palmada cariñosa y se sienta a su lado.) Vamos, hijo, suéltalo de una vez. ¿Qué te ocurrió esta mañana?
Juan.- ¡Padre…!
Diego.- Por lo visto es grave.
Juan.- Tanto que desde esta mañana a las diez no sé si soy el hombre más feliz del mundo o si esta misma noche me voy colgar de un árbol.
Diego.- Dios te perdone el mal pensamiento. ¿Qué te ocurrió esta mañana?
Juan.- Me levanté al rayar el alba, como siempre, y me fui a cavar la viña. Serían las cinco…
Diego.- Por tu alma, hijo, ahórrame esas cinco horas. ¿Qué pasó a las diez?
Juan.- Sonando estaban en el reloj de la iglesia cuando, de repente, siento que la azada tropieza en una cosa dura. ¿Una piedra? ¡Sí, sí, piedra!… Otro golpe, y veo una cosa que relumbra. ¿Un vidrio? ¡Sí, sí, vidrio!… Miro y remiro, me agacho, escarbo, toco, vuelvo a mirar… ¡Por Dios! ¡Creí que me caía redondo allí mismo! Que no puede ser, que sí puede ser… ¡Y era, padre…, era!
Diego.- ¿Era?
Juan.- ¡Era!
Diego.- Pero ¿qué era, maldito?
Juan.- ¡Un tesoro! ¡Un cofre lleno de alhajas y monedas de oro!
Diego.- ¡Válgame el señor! ¿De modo que te cae una fortuna del cielo y piensas en colgarte de un árbol?
Juan.- En el primer momento, no, padre. Solo me vi como me gustaría: con una casa propia en la orilla del río, con una mesa grande con manteles e invitados, y un caballo para lucirlo el día del Bando de la Huerta. Pero pronto se acabaron mis glorias y empezaron las preocupaciones.
Diego.- En eso no andas descaminado, que fortuna encontrada pide secreto; y dinero en casa pobre, pronto se conoce.
Juan.- A eso iba yo. Si la cosa quedara entre nosotros, estupendo. Pero ¿qué va a ser de mí cuando lo sepa todo el mundo?
Diego.- ¿Y por qué tiene que saberlo el mundo? ¿Te vio alguien con el cofre?
Juan.- Nadie.
Diego.- ¿Entonces…?
Juan.- Demasiado conoce usted a mi mujer: ¡tiene larga la lengua como la sombra de un pino por la tarde! Saberlo ella y saberlo el pueblo entero, todo es uno y lo mismo.
Diego.- Por esta vez callará. Dile que es cosa de vida o muerte.
Juan.- Como si dijera misa. Secreto en su boca, agua en una cesta.
Diego.- Ruégale de rodillas.
Juan.- Se reirá de pie.
Diego.- Cósele la boca.
Juan.- Lo contará por señas.
Diego.- ¡Pégale!
Juan.- ¡Es más fuerte que yo!
Diego.- Pues si no puedes con tu mujer, no hay más que una solución: la primera que debiste pensar. No se lo digas a ella tampoco.
Juan.- ¿Y las narices?
Diego.- ¿Qué narices?
Juan.- ¡Pues las suyas, que todo se lo huele desde lejos! Solo una vez la engañé en mi vida, con la panadera… ¡Y no hice más que volver a casa y por el olor me sacó el engaño!
Diego.- Entierra el cofre en el sótano.
Juan.- Tiene ojos de zahorí.
Diego.- ¡Arráncale los ojos!
Juan.- ¡Tiene una linterna en cada dedo!
Diego.- Entonces no sé…
Juan.- Es que no hay salvación, padre: una soga y un árbol…, una soga y un árbol…
Diego.- Calma, hijo, calma. Pongámonos en lo peor: que tu mujer se entera y lo publica a los cuatro vientos. A fin de cuentas ¿qué te puede pasar?
Juan.- ¿Y usted me lo pregunta? ¡Ay, padre! Por lo pronto, como la viña solo es mía en arriendo, el dueño me pondrá pleito. Los vecinos, por si hay más cofres, me excavarán las tierras por la noche, arruinándome la cosecha. Los amigos me pedirán; los que me deben no me pagarán; los que me prestaron me reclamarán… Y entretanto, el notario que levanta escritura. Y el pleito que no se acaba, y abogados que vienen y testigos que van… Y luego los repartos: la mitad para el dueño del terreno, el tercio para Hacienda, el quinto para el rey, el diezmo para el convento… Quite todos los impuestos, y lo que sobre, si sobra, para pagar las costas del proceso. ¡Eso si no ocurre lo peor!
Diego.- ¿Peor todavía?
Juan.- Que entre todos encuentren pequeña la tajada y me acusen de ocultación. ¿Defraudación pública? Proceso criminal. ¿Que confieso?, incautación. ¿Que no confieso?, tormento. ¡Ay, padre, el dineral que me va a costar ese tesoro, si no me cuesta la honra y la vida!
Diego.- ¡Basta, hijo; basta de disparates!
Juan.- Le juro que eso es así. (Paranoico.) ¿No oye pasos? ¿Quién va? (Frenético.) ¡No hay nadie en casa!… ¡Nadie… nadie!…
Diego.- ¡Juan!
Juan.- ¡Yo no fui!… ¡Yo no sé nada!…
DIEGO.- ¡Basta, repito! ¡Quieto! (Lo sujeta fuerte y le da una bofetada. Juan reacciona, calmándose.) Perdona.
Juan.- De nada, padre… Gracias.
Diego.- ¿Sabes lo que te digo, hijo? Por tu bien, coge ahora mismo ese maldito cofre, vuelve a enterrarlo donde estaba, y aquí paz y después gloria.
Juan.- ¿Renunciar yo a mi tesoro? Ni de broma. Hay que pensar algo antes de que llegue mi mujer. (Se la oye cantar, acercándose.) ¡Y pronto, que ya está ahí!
Diego.- Allá tú y ella con vuestro negocio. A mí pocos años me quedan ya de ser pobre, y con mi liebre y mi trucha tengo bastante por hoy. (Se dispone a salir. Juan repite como obseso.)
Juan.- Una liebre, una trucha…. una trucha, una liebre… Liebre-trucha…, trucha-liebre…. liebre-trucha… ¡Síííí! (Lanza un grito de júbilo, lo abraza y retoza como un corzo.) ¡Gracias, padre! ¡Cuente con los cien euros!
Diego.- ¿Qué quieres decir?
Juan.- Que estamos salvados. ¡Pronto! Ayúdeme a cambiarlas de sitio: la liebre en la red…, la trucha, en el zurrón de caza… ¡Pronto!
Diego.- ¿Has perdido el juicio?
Juan.- Nunca lo tuve más claro. Ahora déjeme solo con ella. ¡Y silencio, por Dios…, silencio!
(Diego sale pasmado. Juan se santigua rápido y se sienta junto a la lumbre en actitud de profunda meditación. Entra Inés con un gran cesto de ropa, que empieza a disponer seguidamente para la colada sin reposar un momento. Movimiento y reniego son sus dos modos habituales de expresión.)
ESCENA III
Inés.- ¡Malos años, marido! Siempre sentado en la escalera. Bien dicen que el que nace redondo no muere cuadrado. Por la gloria de mi madre, que si en vez de hacer lo que me dio la gana hubiera seguido sus consejos, no me vería ahora como me veo: lavando ropa ajena para remendar la propia. ¡Y qué ropa, Virgen santa! ¡Roña roñosa, tiña tiñosa, zarrapastrosa! Miren las sábanas del alcalde, más sucias que las calles un día de fiesta. Y las camisas de la boticaria, que, por cierto, a su sobrina esta mañana le dio un desmayo en la fuente; ella dice que del vientre vacío, pero no me sorprendería lo contrario, porque esto le pasa desde que pasó la tropa de soldados por el pueblo, va para siete meses. De la Casa de las Siete Cuñadas no quise aceptar la faena, por si acaso, que andan con la viruela loca. ¡Loca tenía que estar para meterme en semejante infierno! ¡Cueva de escorpiones! A la mayor la mordió un perro, y ¿quién dirás que se volvió rabioso? ¡El perro! Eh, contigo hablo, marido. ¿Te has quedado mudo?
Juan.- (Solemne.) No me turbes ahora. Cosas más importantes tengo yo en qué pensar.
Inés.- Pues piensa, hijo, piensa, a ver si salimos de pobres, porque mira María la de la fragua, que fue criada en casa de mi madre, y ahora va con mantillas de lujo; Sandra la del mesón, que empezó fregando platos, se compró un olivar…. ¡Y yo, que nací señora, lavo para las dos! ¡Vivir para ver! Pero ¿de qué me quejo si yo misma me lo busqué? Cuatro pretendientes ricos tuve, con el pobre me fui a estrellar, y miren cómo me lo paga: sentado todo el santo día y roncando toda la santa noche…; ¡que roncando te vea yo en los infiernos por los siglos de los siglos, amén!
Juan.- No reniegues, mujer, y menos un día como hoy. Si supieras lo que me ha pasado esta mañana, estarías sin habla y de rodillas.
Inés.- ¿A ti te ha pasado algo? ¿A ti? Más vale tarde que nunca. ¿Y qué fue, si puede saberse?
Juan.- No pensaba decírtelo, pero es demasiada carga para mi conciencia.
Inés.- (Abandonando su trabajo, interesada.) ¡Eso faltaba! Para una vez que tienes algo que contar, ¿pensabas comértelo tú solo? Habla, bendito de Dios, habla.
Juan.- Cierra puerta y ventana. Si alguien nos oye, estamos perdidos.
Inés.- (Cerrando y cambiando el tono, inquieta.) ¿Tan grave es la cosa?
Juan.- Tanto, que todavía me tiembla el cuerpo al recordado.
Inés.- No me asustes, marido. ¿Un mal encuentro? ¡Me lo imaginé! ¿No? ¿Un robo? ¡Me lo daba el corazón! ¿Tampoco? ¿Una muerte?.. ¡Tenía que ser! ¡Ay, pobre viuda; ay, pobres huérfanos!…; ¡y esa madre…, esa madre!…
Juan.- ¿Qué madre?
Inés.- La del muerto.
Juan.- ¿Qué muerto?
Inés.- ¿No lo mataron?
Juan.- ¡Si te callaras una vez! Ni robo, ni sangre, ni muerto. Lo que a mí me pasó fue un milagro. Mejor dicho, tres: ¡tres milagros seguidos delante de estos ojos pecadores!
Inés.- (Se santigua.) ¡Alabado sea el Santísimo! ¿Quieres burlarte?
Juan.- ¡Por mi salvación te lo juro! ¿Tienes fe, Inés?
Inés.- De cristianos viejos vengo.
Juan.- Pues santíguate tres veces y prepárate a oír lo que nunca imaginaste.
Inés.- (Se santigua.) ¡Por tu alma, que reviento! Empieza ya de una vez. (Se sienta a su lado, anhelante.)
Juan.- Despacio, que a eso voy. Esta mañana me levanté temprano para ir a la viña; como queda lejos, y por si algo saltaba de camino, me eché a un hombro la red y al otro la escopeta. Llego al río, veo una sombra que se mueve en el agua, tiro la red… ¿y qué dirás que pesco?
Inés.- Una trucha.
Juan.- ¡Una liebre!
Inés.- ¿¡Qué!? ¡No puede ser!
Juan.- Eso pensé yo al principio: ¡No puede ser! Pero miro y remiro y vuelvo a mirar, y no hay vuelta de hoja: ¡una liebre!
Inés.- ¡Madre de Dios! ¿No habrías bebido, Juan?
Juan.- Más fresco estaba que una fuente. Imagínate cómo me quedé, que si me pinchan no me sale gota. Sigo caminando sin saber qué pensar; llego al bosque, veo una cosa que corre entre las matas, me echo la escopeta a la cara, disparo… ¿y qué dirás que mato?
Inés.- ¡Otra liebre!
Juan.- ¡Una trucha!
Inés.- ¡Ánimas del purgatorio! (Se santigua.) ¿Una trucha en el bosque? ¿No estarías soñando?
Juan.- ¿Tengo cara de sueño? ¿No me ves temblando como un muelle?
Inés.- Pero entonces, Juan, entonces…, ¡era un aviso del cielo!
Juan.- Lo mismo que pensé yo: «¡Arrodíllate, miserable, que la mano de Dios está sobre tu cabeza!» Caigo de rodillas rezando el «Yo pecador», me agacho a besar la tierra, cuando de repente, allí mismo, delante de mis ojos, veo una cosa que relumbra…
Inés.- ¡Una espada de fuego!
Juan.- ¡Un tesoro, Inés! ¡Un cofre repleto de alhajas y monedas contantes y sonantes!
Inés.- (Se levanta de un salto, pálida, estremecida.) ¡Ah, no, no, no y no! Lo de la liebre… pase. Lo de la trucha… pase. ¡Pero un tesoro! ¡Tú quieres matarme de un síncope! ¿De verdad no me engañas?
Juan.- ¿Necesitas pruebas, mujer de poca fe? (Mientras busca su cofre.) Mira esa red. ¿Qué ves ahí?
Inés.- ¡Ciega me quede si no es una liebre!
Juan.- Mira ahora ese zurrón de caza. ¿Qué ves?
Inés.- ¡Muerta me caiga si no es una trucha!
Juan.- (Volcando su tesoro sobre la mesa.) ¿Y esto? ¿Son delirios producidos por el vino?
Inés.- (Deslumbrada.) ¡Oro, brazaletes, collares!… ¡Ay, Juan de mis pecados, que yo me vuelvo loca de alegría! (Lo abraza y lo besa sonoramente.) ¡Mi maridito querido! ¡Siempre dije yo que en el mundo, de arriba abajo, no había hombre como el mío!
Juan.- Calma, mujer, calma, y baja la voz. Por lo que más quieras, júrame que, pase lo que pase, nadie sabrá una palabra de esto. ¡Júralo!
Inés.- ¡Lo juro y rejuro por la memoria de mi padre! (Revolviendo el tesoro.) ¡Ay, qué color bendito! ¡Ay, qué retintín de campanas de gloria! ¡Oro…, oro…, oro…!
(Se oye repicar el aldabón de la puerta.)
ESCENA IV
Juan.- ¡Dios nos ampare! ¿Nos habrán oído?
Inés.- (Recogiendo rápida.) ¡Corre a enterrarlo en el sótano! ¡Ciérrate con siete llaves! ¡Siéntate encima! ¡Si hay peligro, de aquí no pasan! ¡Pronto!
(Más aldabonazos y voces de las vecinas llamando.)
Voces.- ¡Inés! ¡Inés!… (Juan sale con el cofre. Inés se domina con esfuerzo y respira hondo.) ¿No hay nadie en esta santa casa? ¡Inés!
Inés.- ¡Ya va!, ¡ya va! (Abre. Entran María, Sandra y Alicia con grandes cestos de ropa.) Buen día, vecinas. ¿A qué viene tanto repicar en casa ajena?
María.- Como tardabas en abrir…
Sandra.- ¿Estabas ya durmiendo la siesta?
Inés.- Buenos están los tiempos para dormir. Muy cargadas venís las tres. Y a buen seguro que regalos no son.
María.- Pues es trabajo que te traemos, y el trabajo es un regalo para el pobre. Yo te traigo cuatro camisas y ocho sábanas. Trátalas con cuidado que son de hilo portugués.
Inés.- Podías ahorrarte el consejo. ¿O crees que no sé lo que son sábanas de hilo, yo que nací entre sábanas de Holanda?
Sandra.- Yo te traigo dos mudas completas y el mantel grande de fiesta.
Inés.- ¿Portugués también, verdad? Algodón puro.
Alicia.- Y yo el ajuar de mi Antonia. Mojar y planchar nada más. ¿Estará para el domingo?
Inés.- (Reticente.) Ya veremos.
Alicia.- ¿Cómo que ya veremos? Tiene que estar.
Inés.- Paciencia, hija; si no es para éste, será para el que viene, y si no, para el domingo de Ramos.
Alicia.- Pero la boda no puede esperar, mujer.
Inés.- ¿Y a mí qué? ¿Soy acaso la novia o la madrina? ¿Te acordaste siquiera de mí para convidarme?
Alicia.- La verdad, no lo pensé.
Inés.- ¡Naturalmente! Los pobres están bien para servir a la mesa; para sentarse, no.
María.- Pero, hija, ¿qué mal repente te dio hoy que todo te enfada?
Inés.- Que ya estoy harta de ser la última y que todos me empujen. La pobre Inés al río, la pobre Inés al molino, la pobre Inés al horno… ¡Y se acabó la pobre Inésl ¿Lo oís? Señora nací, a mi señorío me vuelvo…. ¡y al que le pique, que se rasque!
Sandra.- Tú siempre con tus delirios de grandeza.
Inés.- ¿Delirios, eh? ¡Verdades como puños! ¿Ves estas manos cortadas del agua? ¡De marfil las verás, como las de una reina, y con más sortijas que la emperatriz de Rusia!
María.- ¿Esperas un milagro?
Inés.- ¿Y por qué no? ¿No fuiste tú criada en casa de mi madre y ahora pagas reclinatorio de terciopelo en la misa mayor? ¿No empezaste tú fregando platos y ahora tienes un olivar?
Sandra.- Nadie me lo regaló, sino el trabajo de mi marido.
Inés.- Tu marido, tu marido… ¡Qué manera de llenarse la boca con la palabra, como si fueras la única casada por la Iglesia! ¿Y qué tiene el tuyo que no tenga el mío? ¿Ha pescado alguna vez tu marido una liebre en el río?
Sandra.- ¿Una liebre en el río? ¡Sería cosa de ver!
Inés.- Pues el mío sí. Mírala en esa red.
Las tres.- (Riendo.) ¡Una liebre en el río…, una liebre en el río!
Alicia.- Pero, Inés, ¿a qué viene esta burla?
Inés.- Nada de burlas. ¿Y el tuyo? ¿Ha cazado alguna vez tu marido una trucha en el bosque?
Alicia.- Bien seguro que no.
Inés.- Pues el mío sí. Mírala en ese zurrón.
Las tres.- (Ríen.) Una trucha en el bosque…, una trucha en el bosque…
María.- ¡Pero por favor! ¿Hablas en serio, vecina?
Inés.- ¡Y si fuera eso solo! Pero lo más grande vino después. «Arrodíllate, miserable, que la mano de Dios está sobre tu cabeza»…, y de repente, allí mismo, el bendito milagro. ¿Se ha agachado alguna vez tu marido a besar la tierra y ha encontrado un tesoro delante de sus ojos?
Sandra.- ¡Un tesoro! ¿Y en mitad del campo?
Inés.- (Exaltada.) ¡Pues el mío sí, el mío sí!
Alicia.- ¿Se te ha nublado el juicio?
María.- (A Sandra y Alicia.) ¡No le llevéis la contraria, que es peor!
Inés.- Un cofre de hierro…, montones de oro…, pendientes, joyas, brazaletes… ¿Qué valen ahora tu olivar y tu reclinatorio? ¿No dicen que el que ríe mejor es el que ríe el último? ¡Pues miren cómo se ríe la última! (Ríe desgañitada y nerviosa. Las vecinas retroceden espantadas.) ¿Qué? ¿Por qué me miráis así? ¿No me creéis, verdad?
Sandra.- Por qué no te íbamos a creer, mujer, si todo lo que has dicho es lo más natural del mundo.
María.- Acuéstate, Inés…, descansa…
Inés.- ¿Necesitáis pruebas palpables? Pues un momento, que en seguida vuelvo. (Derriba a puntapiés los cestos.) ¡Fuera la sarna sarnosa!, ¡fuera la tiña tiñosa! Se acabó la pobre Inés. ¡Paso a la señora Doña Inés! ¡Ja, ja, ja…! (Sale erguida con su risa estridente.)
Sandra.- ¡Ay, Señor, Señor, quién lo iba a pensar! ¡Una mujer que parecía tan sana!
Alicia.- Soberbia y pobreza son malas compañeras.
María.- Siempre dije yo que tenía que terminar así. ¡Castigo divino!
(Se santiguan las tres y recogen apresuradamente sus cestos.)
Sandra.- No dejéis la ropa, que es capaz de quemarla. Hay que contar esta novedad en la plaza.
Alicia.- Y en el mercado.
María.- Y en la fuente. ¡Vamos, vamos!
(Hacen mutis las tres. Entran Diego y Juan con aire de haber escuchado.)
ESCENA V
Juan.- ¿Por qué tanta prisa? ¿Pasa algo, vecinas?
María.- Nada, Juan. Cuida a tu mujer… La pobre, con tanto trabajo…
Sandra.- Paños fríos, caldos de gallina, y reposo, mucho reposo.
Alicia.- Si necesitas algo, ya sabes dónde estamos. Adiós, vecino.
Las tres.- ¡Pobre Juan! ¡Pobre Inés! (Salen santiguándose.)
Diego.- Ahora sí que la has armado buena. Todo el pueblo la señalará con el dedo; los muchachos la perseguirán a pedradas. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?
Juan.- (Triunfal.) Lo más grande, padre. Más que pescar una liebre en el río, más que cazar una trucha en el bosque. ¡He conseguido que mi mujer guarde un secreto! (Desperezándose feliz.) ¡Y ahora, a dormir tranquilo!
F I N
Dr. Carlos Traumatologo dice
hola 🙂 esta muy interesante No soy muy de comentar pero aqui estoy! Me gustó mucho tu blog 🙂