A veces una tempestad recorre los campos y afecta especialmente a algunas personas que, por ciertas circunstancias, ven peligrar su vida ante visitas inesperadas. Una historia de Pablo Esturillo Lorente, de 1º de Bachillerato, titulada La tormenta, viene a ampliar este ciclo de Halloween y a hacer que nuestros corazones tiemblen ante el terror que sintieron los miembros de una familia de Yecla…
LA TORMENTA
por Pablo Esturillo Lorente
Esto fue lo que ocurrió. La noche del 11 de abril en que por fin se abatió sobre Yecla la peor tormenta que recuerda la historia de la Región de Murcia, toda la zona noroeste fue azotada por la tormenta de mayor violencia que haya visto en toda mi vida.
Vivíamos en Calle del Salzillo, y vimos, poco antes del anochecer, la llegada de la primera tormenta, que avanzaba hacia nosotros fustigando las cosechas del campo.
Ese día merendamos a las cinco y media, en el porche que da al patio trasero, a base de chocolate y bollería. A nadie parecía apetecerle beber otra cosa que no fuese Coca-Cola, que guardábamos en el frigorífico.
Terminada la cena, Jorge se metió en casa a jugar a la consola en su habitación. María y yo nos quedamos un rato más en el patio, fumando, sin contarnos nada del otro mundo, con la mirada puesta en el campo. Unas cuantas motos zumbaban por el camino de delante de casa. Hacia el oeste las nubes de tormenta iban formando torreones según se agrupaban. Los rayos relampagueaban en su interior. En la casa de al lado vimos a los vecinos saliendo con el coche, supongo que para huir de la tormenta que se avecinaba. María soltó un suspiro y se abanicó el pecho con la mano. No sé si refrescaría mucho, pero, desde luego, no parecía calmarla.
-No quiero asustarte, pero creo que se avecina una tormenta de cuidado
Me miró con expresión de angustia.
-Anoche tuvimos nubes como esas, Pablo, y también anteanoche, y terminaron por disiparse.
-Hoy no pasará lo mismo.
-¿Tú crees?
-Si la cosa se pone fea de verdad, iremos al sótano.
-¿Tan mal lo ves?
-La verdad, no lo sé, respondí con sinceridad, no ha habido tormentas de esta magnitud en Murcia, al menos que yo sepa. Pero el viento atraviesa, a veces, el patio como un tren bala.
Algo más tarde salió Jorge, quejándose de que la consola no funcionaba porque se había ido la luz. Le revolví el pelo y le di otra Coca-Cola. De algo tienen que vivir los dentistas…
Conforme se acercaban las nubes iban tapando el azul del cielo. No había duda de que la tormenta era inminente. Jorge se sentó entre su madre y yo y se quedó mirando el cielo fascinado. El estallido de un trueno atravesó el vecindario retumbando lentamente. El nublado se retorcía. Poco a poco se fue extendiendo sobre toda Yecla, y vi descender de él un fino velo de lluvia, todavía lejos.
El aire se puso en movimiento con sacudidas que levantaban el toldo. La temperatura bajó rápidamente, refrescando el sudor de nuestros cuerpos y luego helándolo.
Jorge se levantó del sitio.
– ¡Mira, papa! -Exclamó con sorpresa.
-Entremos -dije, y le rodeé los hombros con mi brazo.
-Pero ¿lo has visto, papa? Es enorme.
-Tienes razón. Entremos en casa.
Tras dirigirme una mirada de sobresalto, María ordenó:
-Venga, Jorge. Haz lo que dice tu padre. Corre. No pierdas tiempo.
Entramos por la puerta de cristal que da a la cocina. Cerré a nuestras espaldas y me giré para echar otra ojeada. La lluvia había inundado dos tercios de las cosechas.
Estaba situada casi encima de nosotros cuando cayó un rayo, tan brillante que durante treinta segundos todo el paisaje se quedó grabado en negativo en mis retinas. Al volverme, vi a mi mujer e hijo asomados a la ventana que nos da visión del patio.
Por un momento me imaginé el momento en que estallara con un seco golpe y acribillara con flechas de vidrio a mi familia.
Rápidamente les aparté de un empujón.
-¿¡Qué coño hacéis ahí!? ¡Quitaos de la ventana!
María me observó asustada. Jorge se limitó a abrazarla fuerte. Los conduje al salón.
Y entonces llegó un viento aún más fuerte. Era un silbido ruidoso, que entraba hasta lo más profundo de tu oído.
-Bajemos al sótano -le pedí a María cogiéndola del hombro. Encima justo de casa estalló un trueno. Jorge se agarró a mi pierna.
-¡Ve tú también! -Dijimos María y yo al unísono.
Tuve que desprender a Jorge de mi pierna.
-Ve con tu madre. Tengo que ir a por linternas y velas para no estar a oscuras.
Se secó las lágrimas y fue con su madre.
Revolví los cajones del mueble del salón, apartando facturas, cartas del día de la madre y del padre de Jorge y las fotos que nos hicimos María y yo que siempre se le olvidaba poner en el álbum.
Encontré cuatro velas largas y tres pequeñas junto con la linterna que compramos ese mismo año. Oí en el sótano cómo Jorge se echaba a llorar y un sonido que provenía de fuera de casa. No le di demasiada importancia y bajé corriendo al sótano cerrando la puerta.
Jorge corrió a mi encuentro diciéndome que no me fuese más: le agarré la cabeza y acaricié su pelo para que se tranquilizase. Al cabo de diez minutos escuchamos cómo alguien llamaba a la puerta del sótano. María me agarró del brazo y me pidió que no abriese mientras sentaba a Jorge e su lado. Los golpes a la puerta fueron acompañados de unas palabras de esa persona misteriosa.
-Abrid, cabrones, sé que aquí hay alguien -a medida que aporreaba la puerta, con más agresividad hablaba.
-Si no abrís os mataré. Juro por dios que lo haré.
Por fin cesó su insistencia y dejamos de escucharle. Encendimos primero las velas pequeñas que encontré para ahorrar pilas de la linterna. Nos miramos las caras a la oscilante luz de las velas y escuchamos los rugidos y los embates de la tormenta contra nuestra casa. Al cabo de unos veinte minutos oímos el desgarrado crujido de uno de los árboles cercanos a casa, que cedió ante la fuerza de la tormenta. Luego hubo una tregua.
-¿Ha pasado ya? -Me preguntó María.
-Puede ser. Pero solo por un rato.
Subimos, cada uno con una vela, como si fuese una procesión. Jorge sostenía la suya orgullosamente. Mirar la llama de la vela le hacía olvidar su miedo. Estaba muy oscuro para ver qué daños había recibido la casa. Aunque ya hacía rato que Jorge debía estar en la cama, ni su madre ni yo hablamos de acostarle. Nos quedamos en el salón, escuchando el viento y mirando los rayos en la lejanía.
Aproximadamente media hora más tarde, vimos cómo se formaba de nuevo la tormenta y nos dirigimos al sótano de nuevo. En uno de los destellos que producían los rayos vi la puerta de cristal de la ventana atravesada por un tronco en una de cuyas ramas había algo de color rojo. Con las prisas supuse que sería sabia del mismo y olvidé el tema.
La segunda tormenta no fue tan violenta, pero oímos cómo la casa se rajaba.
-Aguanta, campeón -lo tranquilicé.
Me dirigió una sonrisa nerviosa.
Poco después Jorge escuchó entre las cajas del sótano un gemido y fue a investigar. Me levanté de un salto al escuchar un desesperado grito de Jorge.
Dirigí mi vista hacia el sonido y vi a un hombre agarrando a Jorge del cuello con su brazo, con un trozo de cristal apuntándole a la cara.
-¡Siéntate o se lo clavo ahora mismo! -Gritó en ese instante.
Nada más escuchar eso me senté y tanto María como yo reconocimos su voz. Era el hombre que aporreaba la puerta.
-Al final os atrevisteis a dejarme ahí fuera -dijo entre jadeos-. Por vuestra culpa voy a morir, pero no sin antes hacéroslo pagar.
María muy angustiada me agarró con desesperación del brazo.
-Suéltalo, él no ha hecho nada.
-No, no, no. Todos sois culpables por no dejarme entrar y ahora es el momento de que paguéis.
Jorge se intentó separar del hombre y él le agarro más fuerte, no sin dejar al descubierto una herida que tenía en su abdomen.
-¡Tú! Coge eso alicates y arráncate la uña del pulgar -me exigió.
Cogí esos alicates y le miré nuevamente.
-Hazlo ya -dijo mientras clavaba ligeramente el cristal en la mejilla de Jorge.
Los agarré con fuerza y me dispuse a hacerlo. Miré a Jorge a la cara y le dije:
-Tranquilo, campeón.
Me cogí la uña con ellos y tiré con toda mi fuerza. Al sentir ese dolor se me saltaron hasta las lágrimas, aunque lo hice demasiado flojo por el miedo que sentía. Pero debía hacerlo por mi hijo. Con un seseo arranqué lo que quedaba de uña y me sumergí en un dolor profundo.
María fue incapaz de aguantar la mirada.
-Recomponte, que esto no ha terminado. Ahora tú, mujer, vas a coger esa vela y vas a tirarle toda la cera a la uña -dijo mientras reía.
Las manos de María temblaban. Con mi otra mano se las cogí y le dije:
-Es por Jorge.
Le dirigí una mirada mientras María se preparaba y vi a Jorge mirar el fuego de la vela con unos ojos decididos, el miedo había desaparecido.
Raudo, saltó de golpe sin que ese hombre se lo esperase. Nada más ver eso corrí hacia él al tiempo que Jorge iba hacia los brazos de su madre.
Se intentó poner de pie, pero la herida de su estómago se lo impedía. Me abalancé sobre él y estiró su brazo para intentar clavarme el cristal, yo puse mi mano entre medias y me atravesó la palma de la mano, rompiendo el cristal.
Con mi otra mano formé un puño y se lo propiné con las fuerzas que tenía en el mentón, dejándolo inconsciente.
Durante este acontecimiento no nos dimos cuenta de que la tormenta paró y minutos después vinieron vecinos a ver cómo nos encontrábamos.
Las caras de asombro de la policía y ambulancia que vinieron luego fueron lo de menos cuando vimos cómo se llevaban al hombre que intentó acabar con mi familia.
Dos días después el oficial nos contó que era un traficante famoso de la zona y que murió a causa de la herida de su abdomen.
María me dijo que quizá nada habría pasado si no me hubiese detenido cuando fui a abrir la puerta.
-Puede que sí, puede que no. La cuestión es que ya estamos bien y todo ha pasado. Jorge no parecía afectado pero sabíamos que esto le marcaria de por vida.